Relataré el primer viaje pero también otros muchos viajes posteriores, que se repiten sin ser nunca idénticos, que se suceden diariamente ofreciéndome la posibilidad de disfrutar de ese Madrid en el que durante el día sobrevivo, pero en el que durante esos instantes en mi bici parece que vivo intensamente. Sigue leyendo
Por The Folding Chazman
Informática Day
Llegué del trabajo bastante pronto. Miento, ese día no fui al trabajo. Vale, esto tampoco es cierto, estuve haciendo networking, que es lo que hacemos los profesionales cuando progresamos. Dada mi nueva realidad madrileña, me levanté con calma, me vestí con corbata pero no demasiado elegante (eh! que son informáticos…) y me acerqué al metro para, cuatro paradas después, estar entrando por la puerta del hotel. Os prometo que iba a ir en la Brompton, pero me parecía demasiado lío, ya la cogería luego, ya…
Para hacerme el integrado, saludé imaginariamente a alguien al otro lado de la sala e hice el gesto de “después te llamo” con las manos. Como suele ocurrir, aunque era más tarde de las nueve, la cosa no tenía visos de empezar, así que me tomé un segundo café y un zumo mientras esperaba a mi compañero Juanjo. Y sí, volví a hacer el truco del teléfono y el gesto de thumbs up! De regalo. En un momento dado, una joven azafata, guapa, pero no tan impresionante como la de la entrada, nos fue llamando para que cogiésemos asiento. Le dediqué una mirada seductora por lo que pudiera pasar, pero desvié el tiró y ahí detrás estaba Olvido, 47 años mal llevados, dispuesta a devolverme el lance. Auch!
Las charlas eran presentadas por un tipo con un traje imposible y un pendiente en la oreja. Una especie de Luis Tosar de resaca. Al parecer, eso decían, se trataba de un prestigioso periodista del mundo digital. “Data is the new oil” decía, lo que viene a ser una paradoja curiosa en el caso de mi empresa, Repsol, al tener mucha data y, como core business nuestro, mucho oil. El ponente habló también un inglés con cierto aire a Paul Bettany, para explicarnos sistemas de gestión eficiente de información pero, para su desgracia, lo hizo en inglés: en un país como el nuestro, dónde el conocimiento de la lengua de Shakespeare brilla por su ausencia, eso te asegura poca o ninguna atención. Yo me dediqué a tuitear algunas cosas con el hashtag oficial #INFA14.
Al filo de las dos de la tarde nos disponíamos a salir para continuar nuestra exigente labor comercial con otro proveedor en un restaurante cercano. La Brompton, por el momento, tenía que esperar…
Primer viaje: El Retiro
“They say mone can’t buy happiness, but it can buy bikes and beer. Do we need anything else?”
Salí de comer aturdido pero feliz. Eran más tarde de las cinco y media (sobremesas españolas, ya sabéis) y me había tomado un pacharán de más. Lógicamente, no tenía ninguna intención de volver al trabajo, por lo que empecé a recorrer las calles, como un autómata, parándome en algunas de las tiendas más selectas de la capital. Glass shopping, que llaman los ingleses.
Así, de tienda en tienda, llegué al Retiro y subí a casa. Me paré en el local de mi colega A.S. y luego seguí a la tienda de enfrente de mi amiga I. Saludé por aquí y por allá, también me encontré con mi colega Galwett, en plena forma tras correr más de 400 millas en el último mes y a su socia, muy guapa por cierto. Mientras subía a mi casa pensando en mi nueva amiga, también tenía en la cabeza probar mi nueva montura de una vez por todas. No, no me encontraba del todo bien, demasiada comida y bebida, pero poco a poco me iba sintiendo mejor: no había marcha atrás.
Llegué a casa, me quité la corbata, me puse algo más cómodo y cogí la Brompton. Plegada era pequeña, insignificante. De apariencia frágil pero de aspecto robusto. Una vez abajo, desplegado rápido (aunque ni la mitad de rápido de cómo lo hago ahora), tres o cuatro ajustes y en marcha. El viento golpeó mi cara con fuerza y la temperatura era extremadamente agradable, en ese veranillo de San Miguel que se prorrogó más de un mes.
Lo primero que me sorprendió fue la cantidad de gente que había en Narváez a esa hora, pero la calidad de la Brompton para ir esquivándolos era espectacular. Me movía como Messi en sus buenos tiempos, culebreando ratoneramente entre los viandantes. Me sentía bien. Entré en el Parque por la puerta de O’Donnell y, con agilidad felina, tiré para abajo en mi caballo de acero. La sensación de libertad era total, si bien, la variedad de platos (los que tenía en el estómago, no los de la bici) hacían su efecto ralentizando mi cadencia. Di la vuelta hacia la puerta de Alcalá y subí por uno de los lados. De nuevo, otra cara conocida: el mitiquísimo Rossini, un clásico de los clásicos. Ya casado, alejado de la vida nocturna, me contó que se tenía que poner en forma, no tanto como yo, pero algo sí. Me dijo, además, que también tenía una Brompton!
Le felicité, me despedí y proseguí mi marcha. Al llegar a la parte de las barras gimnásticas, a pesar de que no iba correctamente vestido, no me pude resistir a forzar un poco el entreno y hacerme unas cuantas dominadas. Todo es poco cuando uno quiere conservarse joven y bello forever. Volví a coger la bicicleta, ya se hacía de noche, y regresé a casa.
Al llegar, la portera, que es muy, muy portera, me preguntó por la bici, por el trabajo, por mi novia, por la basura, por la casa, por la bici otra vez “pero qué bonita, cómo se pliega..” y así, entre una cosa y otra, escapándome de sus preguntas sibilinas, subí a casa para dejarla preparada, ahí, en la entrada, para su siguiente aventura, que sería en pocas horas: su primer viaje en tren.
Segundo viaje, de buena mañana
Recuerdo que me levanté temprano, algo nervioso. Digo que recuerdo porque entre el momento en el que pensé en escribir mi primer viaje al trabajo con la Brompton y el momento en el que realmente lo hice hay una gran brecha espacio-temporal. Relataré el primer viaje pero también otros muchos viajes posteriores, que se repiten sin ser nunca idénticos, que se suceden diariamente ofreciéndome la posibilidad de disfrutar de ese Madrid en el que durante el día sobrevivo, pero en el que durante esos instantes en mi bici parece que vivo intensamente.
Me levanté ese viernes y me disfracé de casual, por eso me acuerdo del día. Más cómodo, más cool, con un toque canalla como pone “n” veces en la publicidad de un restaurante de moda que ha llegado a casa de mis padres ¿A casa de mis padres? ¿Pero qué base de datos más vintage manejará esa gente?
Cogí la bici y bajé al portal dónde una señora estaba aparcando en la puerta mientras yo, ya con maestría, desplegué mi caballo de acero. “Pero qué chulada, yo quiero una…” Exclamó en cuanto terminé de montarme en ella. “Slowroom, señora, la tienda de referencia en el sector…” Le guiñé el ojo y me alejé calle abajo por Narváez. Seguí y crucé por Menéndez Pelayo para entrar en el Retiro por la puerta de la Reina Mercedes. Sí, una de las puertas se llama así, he tenido que mirarlo en Google.
Una vez dentro del Retiro da la sensación de que te trasladas a otro lugar. Me sigue pasando cada día, no parece Madrid, es a la vez el campo y al mismo tiempo un reducto cosmopolita. Te cruzas con muchas bicicletas, algunas de las nuevas del ayuntamiento, pero también fixeros, bicis de montaña y alguna que otra Brompton. Lo que más me impresiona a esa hora, aparte del mencionado viaje mental a otro lugar, es que en el Retiro hay vida. Da igual el frío que haga (con lluvia la afluencia es menor, eso sí) pero siempre hay gente corriendo, andando, hablando por el móvil. Incluso he visto a gente de mediana edad, jugando al frisbee o haciendo skate a las ocho de la mañana. Nunca es tarde, la edad sólo está en la mente…
He de reconocer que cuando he pasado por delante de este tipo de manifestaciones deportivas no he podido evitar dirigirles un escueto “Wow, estooss chicos de California…” con acento americano, por supuesto. Un recuerdo a esos días de piscina adolescente. Normalmente, sigo todo lo recto que puedo, bajando por el paseo del Duque Fernán Núñez, en la que es la cuesta más pronunciada del parque, para salir escupido por la puerta del Ángel Caído. De ahí, directo a Atocha, dónde me resulta muy fácil coger el cercanías hasta Tres Cantos, una ciudad para vivir, una ciudad para trabajar.
En el tren, a pesar de las veces que lo he cogido ya, las reacciones siguen siendo variopintas. De todo un poco. Generalmente hay mucho respeto al ciclista, en el cercanías hay gente con bicis normales, la Brompton va plegada y como si nada. La mayor parte de los días me puedo sentar con la bicicleta a mi vera y darme a la lectura.
El trayecto son 30 minutos, se hace llevadero y ameno, más cuando nos acercamos a Cantoblanco, Universidad Autónoma… Ay! juventud divino tesoro! Desde luego, mucho más relajado que estar parado en el atasco. Y es que ese el fin último, el motivo por lo que me decanté por la Brompton, además de por la posibilidad de llevármela de vacaciones sin mucho engorro. Una compra acertada, una aventura diaria.
@achacel